Vivimos tiempos convulsos en la política española. Se habla de “derechas”, de “izquierdas”, de “comunismo” y de “extrema derecha”. Referentes que dicen que es mejor no votar, y otros que aseguran que, sin votar, estaremos faltando el respeto a nuestros mayores, que tanto lucharon por una democracia. Algunos intelectuales, sin embargo, dicen que no estamos en una democracia real. Escuchamos hablar de “igualdad”, de “redistribución de la renta”, de “capitalismo”… que si “casta”, que si Milei, que si “liberalismo” o que si “Estado”. Y al final, es fácil sentirse perdido. Yo tampoco entendía nada, hasta que decidí aprender.
Durante las últimas semanas, me he sumergido en más de 40 horas de documentales sobre la historia de España y su contexto en el mundo: el siglo XIX, la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, el franquismo, la Transición, la Guerra Fría, etc. También he rescatado del polvo mis viejos apuntes de Historia de Bachillerato.
No soy historiador, ni politólogo. Soy consciente de que me faltarán cientos de matices, que pecaré de simplificar algunas cosas, y que posiblemente otras no las trate con el rigor que merecen. Pido perdón por adelantado. Mi objetivo con este post es hacer un ejercicio de comprensión, de acercar un enfoque crítico de la política a los jóvenes como yo, al ciudadano común. Es un intento de poner en orden ideas complejas y explicarlas de la forma más objetiva y rigurosa que me ha sido posible. Porque, si lo consigo, al terminar la lectura te darás cuenta de dónde vienen la mayoría de los problemas que tenemos hoy en día y, quizás, encuentres una manera de convertirte en parte de la solución, y no del problema.
Para comprender muchas de las cosas que están pasando en nuestros días, tanto en España como en el resto del mundo, es necesario remontarnos, al menos, hasta el siglo XIX.
Los comienzos del fin del absolutismo: la apertura liberal
Durante la Edad Media, Europa estaba dominada por regímenes absolutistas, en concreto un sistema económico y social conocido como el feudalismo. Este sistema estaba basado en la agricultura y la posesión de tierras por parte de los señores feudales, quienes controlaban a los campesinos (siervos) que trabajaban la tierra a cambio de protección.
Sin embargo, el expansionismo, el auge del comercio y la entrada de nuevos agentes (como el continente americano) inician un crecimiento que cambia las reglas del juego. Aparecen las ciudades-estado que promueven la aparición de una economía de mercado y una clase de comerciantes y banqueros que desafían todas estas estructuras absolutistas tradicionales. Donde antes había control, la complejidad del mundo moderno comienza a hacer necesario “abrir la mano”.
Pero no es hasta la Revolución Industrial (siglo XVIII en Gran Bretaña) que se produce esa transformación económica, con el paso de una economía agraria y artesanal a una economía industrial y mecanizada. La dicotomía explotación-protección deja de ser una premisa que incentive a los ciudadanos, que motivados por las ideas de la Ilustración, reclaman un cambio en el sistema. Personajes como John Locke, Montesquieu, Rousseau, y Voltaire influyen enormemente en la filosofía política de la época, argumentando contra el absolutismo en favor de sistemas políticos más participativos y racionales (y esto es relevante: la premisa original será la razón, el sentido común. Veremos después cómo el problema del sentido común es que es el menos común de los sentidos)
La Revolución Francesa (1789-1799) supone un punto de inflexión: las ideas liberales (de “libertad”) se expanden como la pólvora por toda Europa, incentivadas por lo que está ocurriendo en paralelo en el continente americano con la Guerra de Independencia de EE.UU (1776), e irrumpen de cabeza en España con la Invasión Napoleónica (1808). Este es el inicio de una inestabilidad que llegará hasta nuestros días, y que es el origen de las “izquierdas” y las “derechas” (que veremos más adelante si siguen teniendo sentido en el contexto actual).
Los franceses destronan a Fernando VII (de Borbón) e implementan la primera Constitución en nuestro país, la famosa La Pepa (1812). Esto supone la ruptura plausible con el Antiguo Régimen (absolutismo) y un intento de modernización del país, basado en el Código Napoleónico de igualdad ante la ley y propiedad privada. Sin embargo, como los españoles somos buenos toros, en 1814 logramos expulsar a los franceses, y la sucesión al trono se divide entre los partidarios de Isabel II (la hija de Fernando VII), también llamados isabelinos o liberales; y los llamados absolutistas o carlistas, partidarios de Carlos María Isidro (su hermano).
Y desde entonces, y hasta casi la Guerra Civil, mantendremos una lucha ideológica en nuestro país, que en realidad será un espejo de lo que estaba sucediendo en todo el mundo: liberalismo vs absolutismo; apertura vs control.
Bajo la categoría de “liberal” se aglutinarán todos aquellos que defiendan la ruptura con el Antiguo Régimen: representación, soberanía popular y separación de poderes. Será conocido como la “izquierda” (pues es la distribución que tomaron los diputados de la Asamblea Nacional Constituyente durante la Revolución Francesa). Mientras que, y como rechazo a romper con las ideas tradicionales, la “derecha” defenderá el mantenimiento de la monarquía absoluta, una estructura feudal/regional y la Iglesia Católica.
Empiezas a conectar cosas, ¿verdad?
Sin embargo, todo alejamiento del control trae consigo incertidumbre. Y con la incertidumbre, el caos. Como dice la frase: aunque el control mata, el caos estremece. La “apertura” de ideas trae consigo una infinidad de matices: una escala de grises que se irán conformando como ideologías en los próximos años. La premisa “libertad” será la base de las ideas que hoy conocemos como “socialdemócratas”, pero también de una amalgama de ideologías, muchas de ellas radicales. La más trascendente: el comunismo.
La revolución del proletariado: el absolutismo de “izquierdas”
La Revolución Industrial trae consigo una profunda transformación económica. La estructura productiva cambia de sociedades agrícolas a sociedades industriales. La producción en fábricas y minas se hace masiva y surgen nuevas formas de explotación laboral. Los trabajadores, incluyendo mujeres y niños, a menudo sufren jornadas laborales extremadamente largas (12-16 horas al día), bajos salarios, condiciones insalubres, falta de derechos y ninguna seguridad laboral. Es el nacimiento de una nueva clase social: el proletariado. Comienza a concentrarse la riqueza en manos de los dueños de fábricas, empresarios y burgueses (la burguesía), mientras que muchos trabajadores (el proletariado) permanecen en condiciones de pobreza y explotación.
Esta creciente desigualdad socioeconómica lleva a un descontento social generalizado. Pensadores de la época como Robert Owen, Charles Fourier o Saint-Simon buscan la causalidad de los abusos en un capitalismo inherentemente injusto, pues se entiende que genera riquezas para unos pocos a expensas de la mayoría, y se construye un relato ideológico que dará forma al pensamiento socialista: criminalizado el enemigo, se buscará mejorar las condiciones de vida y trabajo de los obreros a través de una redistribución de la riqueza de manera más equitativa. De modo que, a diferencia de las ideas liberales puras, que defienden el capitalismo de libre mercado, surgen nuevas corrientes socialistas que proponen un sistema donde los medios de producción sean colectivos o controlados por el Estado.
Y a este nuevo movimiento le suceden personajes como Marx y Engels (con el Manifiesto Comunista en 1848) que radicalizan su pensamiento instando a una completa revolución del proletariado. Aprendizaje de la historia: el problema que surge cuando uno se abandera de la verdad es que entra en una cruzada moral donde cualquier cosa es válida con tal de aplastar al contrincante. He aquí el nacimiento del nuevo absolutismo de “izquierdas”, que plantea una paradoja: de la libertad del pueblo a la tiranía del mismo; y que sumergirá Europa en una de las trifulcas ideológicas más sangrientas de la historia: la Segunda Guerra Mundial.
En el caso de España, estos nuevos movimientos toman tierra en zonas como Cataluña y País Vasco. Se forma el PSOE en 1879 bajo la influencia de las ideas Marxistas y surgen los Anarquistas que defienden la abolición del Estado y la implantación de “comunas”. El caos y la inestabilidad política derivados de la aparición de tantos movimientos se elevarán hasta tal punto que en nuestro país viviremos un preludio de lo que le espera al resto del mundo: la Guerra Civil.
Pero para entender cómo una sociedad puede crisparse tanto como para alzarse en armas entre sí, es necesario profundizar en los últimos años del siglo XIX.
El crecimiento de la inestabilidad: preludio a la Guerra Civil
Tras la victoria frente a los franceses en 1814, Fernando VII regresa al poder en la llamada Década Ominosa: deroga la Constitución de 1812 (las primeras reformas “democráticas”) y logra restaurar el absolutismo hasta su muerte en 1833, donde darán comienzo esas guerras “ideológicas” entre isabelinos y carlistas llamadas las Guerras Carlistas (1833-1876). Distintas batallas tienen lugar, y los distintos bandos se van alternando en el poder: unos imponen reformas y los otros las derogan. Hasta que en el año 1868 una sublevación militar de progresistas, demócratas y unionistas conocida como La Gloriosa fuerza a Isabel II (la hija de Fernando VII de Borbón) al exilio y marca el comienzo del Sexenio Democrático (1868-1874), un período de intensa experimentación política y profunda inestabilidad.
Las clases trabajadoras empiezan a organizarse en movimientos obreros y sindicales, influidos por las ideas socialistas y comunistas que llegan desde Europa. Las reformas se aceleran hasta el punto de instaurar la Primera República (1873-1874), hasta que las tensiones y el caos social son tan elevadas que el general Martínez Campos da un golpe de Estado en 1874 para restaurar la monarquía borbónica en la figura de Alfonso XII (hijo de Isabel II). Será un sistema diseñado para tratar de garantizar la estabilidad a través del Turnismo, donde dos partidos, el Liberal y Conservador, se alternarán en el poder mediante el caciquismo, la corrupción y la manipulación electoral.
Movimientos “de izquierdas” como los republicanos, socialistas y nacionalistas regionales (Cataluña y País Vasco) van tomando fuerza, el Turnismo fracasa y la inestabilidad continúa creciendo, motivo por el cual Miguel Primo de Rivera da un nuevo golpe de Estado en 1923, esta vez instaurando una dictadura militar que cuenta con el apoyo del rey y cuyo cometido es volver a restaurar el orden. La dictadura se divide en dos fases: el Directorio Militar (1922-1925) y el Directorio Civil (1925-1930), siendo en esta segunda fase donde Primo de Rivera se ve forzado a dimitir, Alfonso XII se ve falto de apoyos y los bandos de “izquierda” instauran la Segunda República en abril de 1931.
Y aquí la olla ya tiene tanta presión que está a punto de explotar. Pero para entender esto bien, es necesario que veamos qué estaba pasando en el resto del mundo a comienzos del siglo XX.
El absolutismo contraataca: el estallido de la Guerra Civil
Hay un concepto en física que todo ingeniero aeroespacial estudiamos en la asignatura de Mecánica de Fluidos: la ósmosis. Y merece la pena plantear la analogía:
La ósmosis es un fenómeno mediante el cual el agua atraviesa una membrana semipermeable desde una solución menos concentrada hacia una más concentrada, buscando el balance. Es un proceso gradual, pausado, en el que los fluidos se mezclan de manera controlada hasta alcanzar un estado de equilibrio.
Llevemos esta analogía a la vida política del siglo XX, entendiendo que las ideas son nuestro fluido, y que moverlas de un lado a otro requiere un proceso de adaptación que lleva tiempo; un proceso en el que los diferentes sectores de la sociedad puedan asimilar los cambios y encontrar un nuevo punto de equilibrio. La membrana, esa frágil estabilidad política que separa y conecta las dos “soluciones acuosas” (las ideologías), es fina y delicada. Si aceleramos el proceso, o lo forzamos de manera abrupta, lo único que conseguiremos es romper la membrana (el equilibrio), y desbordar las soluciones, «ahogarlas”; dejando de ser útiles. Perdemos la oportunidad de homogeneizar la mezcla, de transformar dos soluciones opuestas en una nueva, enriquecida por la integración de ambas.
La España (y Europa) de finales del siglo XIX y principios del XX no puede llevar a cabo este proceso. Los cambios ideológicos y políticos llegan con tal velocidad e intensidad que saturan a los sectores conservadores, que se sienten «ahogados» por las crecientes demandas de reformas y transformaciones impulsadas por las fuerzas de “izquierda”. Una “izquierda” que, además de ser precipitada, no está cohesionada, pues cada “vertiente” tiene su propia escala de “grises” sobre cómo deben de hacerse las cosas, sobre quién tiene “la verdad”. Los defensores del orden tradicional, que han mantenido su papel dominante durante siglos, se encuentran repentinamente con que el equilibrio que conocían está siendo desmantelado a un ritmo vertiginoso, y la “membrana” de la estabilidad social y política se vuelve cada vez más frágil.
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) es, en muchos sentidos, la manifestación de un continente que intenta reconciliar los legados del viejo orden con las demandas de un nuevo mundo, lleno de ideologías emergentes que buscan su lugar. La falta de equilibrio entre estos sistemas y la incapacidad de las potencias para gestionar de manera pacífica las nuevas corrientes de pensamiento llevan a un punto de ruptura.
Y a las profundas cicatrices que deja este conflicto en Europa, se suma el triunfo de la Revolución Rusa (1917) y la consecutiva creación del régimen comunista de la Unión Soviética (URSS) en 1922. Este hecho es clave, porque la “aversión a la pérdida” es muy poderosa y termina de sentar las bases para la radicalización política en los años siguientes, facilitando el ascenso del fascismo en Italia y el nazismo en Alemania como respuestas autoritarias de control para mitigar el caos que azota Europa.
Franco, por aquel entonces un joven Oficial del ejército, junto a un gran sector conservador en España, comienzan a ver en las novedosas políticas fascistas italianas de Mussolini (1919) una solución a la situación de inestabilidad y caos en España. Fijémonos, por un momento, en cómo se autodefine el fascismo de aquella época: nacionalismo radical, capitalismo, autoritarismo y anticomunismo. Recordemos que Benito Mussolini es ex-socialista. Imaginemos cómo debía estar el percal por aquellos lares. Sería el momento ideal para reflexionar sobre si estos regímenes (fascismo-socialismo-comunismo) son realmente extremos o guardan más semejanzas de lo que parecen estar empeñados en hacernos creer.
Pero lo que nos concierne aquí es que en España, y tras los acontecimientos citados, los bandos conservadores se unen en una coalición (fascistas, monárquicos, la Iglesia, carlistas y parte del ejército) y dan un golpe de Estado para levantar la Segunda República en julio de 1936. El golpe triunfará en gran parte de España, pero las grandes ciudades (Madrid, Cataluña, Valencia y País Vasco) resisten. Estamos ante el inicio de la Guerra Civil (1936-1939). España quedará dividida en dos bandos:
- Republicano (republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas y los nacionalistas catalanes y vascos), que tratan de seguir con las reformas “democráticas” (que veremos más adelante qué de “democráticas” tendrán en realidad) pero que se encuentran profundamente divididos entre los anarquistas y comunistas, que buscan una completa revolución social, y los republicanos moderados y socialistas (PSOE), que en lugar de una revolución pretenden instaurar una democracia parlamentaria.
- Nacional (conservadores, monárquicos –tanto borbones como carlistas–, y falangistas), que pretenden restaurar el orden, la unidad –con la identidad de España– y evitar la expansión de las ideas comunistas.
La Iglesia (que llevaba siglos siendo parte del poder) apoyará el golpe calificándolo como Santa Cruzada contra la tiranía de los sin Dios y para salvar la civilización cristiana. Y al final de la guerra obtendrá su recompensa tomando el control de la política educativa. Se erigieron como los adalides de la estabilidad y, bajo su moral, (casi) cualquier cosa estará justificada con tal de lograrla. Ese es el motivo por el que, al finalizar la guerra, se impondrán de nuevo el autoritarismo (como “único medio” para restaurar el orden y la unidad de España) y la centralización política, con la figura de Franco a la cabeza.
Durante los próximos treinta y seis años el país vivirá bajo el régimen del Franquismo (1939-1975) donde se tratarán de reconstruir los valores, la identidad y la economía de un país completamente destruido por la guerra y absolutamente devastado por la inestabilidad política del último siglo. El orden, impuesto a través del control y la represión (en todos los sentidos de la vida) será la premisa (y justificación) número uno del régimen.
Hasta que, a la muerte del Caudillo en noviembre de 1975, el nuevo orden mundial presiona al país para evitar una nueva guerra y transitar hacia lo que conocemos como la Transición Española (1976-19??), que no se tiene muy claro en qué fecha concluirlo: mientras algunos historiadores la finalizan con la aprobación de la Constitución Española de 1978, otros la alargan hasta la victoria del PSOE en las elecciones de 1982, pues se considera que la consolidación del primer gobierno de “izquierdas” (desde la Guerra Civil) a través de las urnas sin un acontecimiento bélico es un síntoma de que la sociedad y las instituciones aceptaban plenamente el juego democrático. Y esta es precisamente la clave para comprender por qué no retrocedemos en el tiempo tras la muerte de Franco: el juego mundial había cambiado.
La expansión capitalista: el nacimiento de la socialdemocracia
La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) supone un punto de inflexión en el panorama mundial: la derrota de los regímenes de “derechas” (nazi-aleman, fascista-italiano, imperialista-japonés) demuestra el fracaso de los sistemas autoritarios de extrema “derecha”. La brutalidad del régimen nazi se usa como un ejemplo claro de los horrores del autoritarismo basado en el nacionalismo extremo y la persecución.
Y Estados Unidos, el claro vencedor de la guerra, emerge como una superpotencia global abrazando un modelo capitalista de libre mercado que lo convierte en el principal referente económico y político mundial. Vivirá una época de prosperidad y crecimiento económico que lo convertirá en una especie de faro para los países devastados por la guerra que buscaban reconstruirse. Sin embargo, aún falta una batalla ideológica por librar: la otra cara del absolutismo, el comunismo de “izquierdas”.
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, el mundo se reorganiza en dos esferas de influencia: el bloque capitalista (liderado por Estados Unidos) y el bloque comunista (liderado por la Unión Soviética). Cualquier interpolación estadística habría apostado por un nuevo conflicto armado entre ambos bandos (una “Tercera Guerra Mundial”). Y el motivo por el que esto no sucede es fascinante, y uno de los motivos por el que, a pesar de nuestra historia pasada, nunca hemos vuelto a entrar en un conflicto bélico de semejante calibre: el próximo supondría la destrucción del mundo y el fin de la civilización tal y como la conocemos. De nuevo: la aversión a la pérdida es muy poderosa.
Para los años 50, ambas potencias (EEUU y URSS) han desarrollado su tecnología armamentística nuclear hasta tal punto que son capaces de destruirse mutuamente varias veces. Y ambas son conscientes de que llevar el conflicto a las manos tendría consecuencias catastróficas, tanto para sí mismas como para el mundo entero. Se impone lo que se conoce como la doctrina de Destrucción Mutua Asegurada (MAD por sus siglas en inglés).
El miedo a la aniquilación nuclear obliga a ambos bandos a encontrar otras formas de enfrentar sus diferencias, así que la Guerra Fría (1945-1991) se materializa como una batalla ideológica a través de conflictos indirectos, como las guerras de Corea (1950-1953), Vietnam (1955-1975) o Afganistán (1979-1989) –cuyas consecuencias trascenderán hasta los ataques terroristas del 11S– y la carrera espacial. En 1961, Alemania Oriental (RDA) construye el Muro de Berlín para separar el Berlín Oriental (controlado por los soviéticos) del Berlín Occidental (bajo la influencia de EE.UU, Reino Unido y Francia), debido a la fuga masiva de más de 3 millones de alemanes que escapaban de una economía centralmente planificada que no paraba de empobrecer gravemente el régimen. El muro se convierte en un símbolo de la Guerra Fría que tangibiliza la división mundial entre el bloque capitalista (que apuesta por el libre mercado y las libertades individuales) y el comunista (que apuesta por ensanchar el Estado para centralizar y controlar la propiedad). La caída del Muro de Berlín en 1989 supondrá el inicio del fin de la Unión Soviética, que deambulará cadáver hasta su completa disolución en diciembre de 1991.
Terminamos el siglo XX con unos Estados Unidos que se alzan como la superpotencia global dominante. Ganador indiscutible de la batalla ideológica, la economía de mercado y las democracias liberales emergen como los sistemas dominantes en el nuevo orden mundial. Pero no a cualquier precio.
La crisis del 1929, conocida como la Gran Depresión, genera una profunda desconfianza ante los mercados sin control, y los horrores de la Segunda Guerra Mundial fortalecen la idea de un “Estado de bienestar” que intervenga para velar por una “justicia social”. Toma fuerza el pensamiento de figuras como John Maynard Keynes, que argumentan que sin la intervención de un Estado el capitalismo puede llevar a crisis recurrentes. El Consenso de Postguerra en Europa Occidental (1945- finales de los 70s) implica la aceptación de estas políticas keynesianas, que fomentan el gasto público para mantener el empleo y la estabilidad social por todo el continente. Se nacionalizan sectores clave como la energía, el transporte, y se crean sistemas de bienestar como el Servicio Nacional de Salud (NHS por sus siglas en inglés) en Reino Unido.
Estamos ante el inicio de las “socialdemocracias” modernas: una especie de socialismo moderado que reconoce el fracaso del intervencionismo económico pero que se resiste a hacerlo con el intervencionismo moral. El Estado se alzará como estructura centralizada de control que limite las libertades de los agentes que intervengan en el juego económico y social en aras de lograr un sistema “justo” que vele por el “bienestar” generalizado.
Y este es el motivo real por el que, a la muerte de Franco, la vuelta al punto de partida previo a la Guerra Civil era impensable. La transición a un sistema socialdemócrata es mandatorio si España quiere mantenerse “conectada” al resto del mundo, un mundo que ya es global, y que o te sumas o te quedas atrás. A pesar de lo que nos enseñan en los institutos, la Transición no fue un “avance democrático”, sino más bien una condición sine qua non. De hecho, el pueblo ni siquiera participa. Solo ratifica.
La Ley para la Reforma Política de 1976, aprobada por las cortes franquistas, es la prueba plausible de un proceso que se caracteriza por la negociación colectiva entre las élites del régimen franquista y los líderes de la oposición para garantizar un cambio de régimen en el que todos los agentes mantuviesen su trozo del pastel. Como dice el ex-agente del FBI Chris Voss en su libro: la peor negociación es esa en la que ambas partes ganan.
En la España de aquel entonces, este era el escenario político:
- Unión de Centro Democrático (UCD), liderado por Adolfo Suárez, que aglutina a todos los grupos moderados, tanto de “izquierdas” como de “derechas”. Tanto franquistas como socialistas.
- Partido Socialista Obrero Español (PSOE), liderado por Felipe González, que tenderá a alejarse paulatinamente de las ideas marxistas para alcanzar el poder en 1982.
- Partido Comunista de España (PCE), liderado por Santiago Carrillo. Comunismo puro y duro, y de los grupos más influyentes en la oposición al franquismo.
- Alianza Popular (AP), liderado por Manuel Fraga –quien había sido ministro durante el franquismo–, que representaba a los sectores más tradicionales y conservadores de la sociedad española. Será el origen del Partido Popular (PP) que conocemos hoy en día.
- Partido Nacionalista Vasco (PNV), que representaba los intereses de los nacionalistas vascos. Su prioridad será la autonomía y la defensa de los intereses del País Vasco.
- Convergència Democràtica de Catalunya (CDC): liderado por Jordi Pujol e idéntico al PNV pero para Cataluña.
- Otros Partidos Menores: como el Partido Carlista, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) o el Partido Socialista Popular (PSP), entre otros.
Y es pertinente conocerlos porque la Constitución Española de 1978 fue redactada por una comisión parlamentaria de 7 personas llamados los «Padres de la Constitución», compuesta por representantes de UCD, PSOE, AP, CDC y PCE. Se trata del reparto de un pastel que, pese a los esfuerzos en concesiones autonómicas, deja fuera al PNV y a ERC. La consecuencia será el aumento del terrorismo de ETA y una desidentificación y desligitimación del régimen democrático español que llegará hasta nuestros días.
Qué, todo cobra cada vez más sentido, ¿verdad?
La manera en la que se llevó a cabo el proceso es uno de los motivos por los que muchos historiadores e intelectuales actuales consideran la Transición como un proceso oscuro que implantó una democracia formal (bajo el papel), no representativa (de facto). Usan la falta plausible de los mecanismos de representación y control propios de una democracia real para explicar el deterioro exponencial del sistema político, la aparición de términos como “casta” y la hipótesis de que esa transición sólo supuso la contaminación de las esferas políticas y el establecimiento de un sistema viciado de incentivos perversos que continúa en nuestros días y que comienza a mostrar su saturación.
Ninguno de nuestros abuelos pudo participar directamente en la redacción de la Constitución. Fue sometida a referéndum el 6 de diciembre de 1978, y el pueblo tuvo únicamente la opción de ratificar o rechazar un texto ya elaborado. “Si o no”. El contexto marca los incentivos. Dime tú qué iban a votar aquellos españoles que cargaban en sus mochilas con los macabros últimos cien años de historia que acabamos de recorrer en este artículo.
Veintiún días después de ser sometida a referéndum, el rey Juan Carlos I de Borbón ratifica la Constitución y el 29 de diciembre entra en vigor con el BOE. El 1 de marzo de 1979 se convocan las primeras elecciones generales bajo el nuevo marco constitucional y Adolfo Suarez domina el hemiciclo con UCD. España es oficialmente una “socialdemocracia”. Y a partir de ahí, el resto es historia reciente: 23-F en 1981, dimisión de Suárez, primer gobierno del PSOE en 1982, y nuevo turnismo PP-PSOE hasta la actualidad.
- PSOE (1982-1996): Felipe González.
- PP (1996-2004): José María Aznar.
- PSOE (2004-2011): José Luis Rodríguez Zapatero.
- PP (2011-2018): Mariano Rajoy.
- PSOE (2018-actualidad): Pedro Sánchez.
¿Recuerdas el Turnismo de finales del siglo XIX y lo que sucedió después? Parece que el Hombre está condenado a repetir su historia…
El futuro de la política en España (y el mundo) ¿El ciclo se repite?
Dejo el título abierto a reflexión del lector, pero me gustaría lanzar la mía antes de terminar:
Me gustaría referenciar a dos autores. Primero, al profesor Anxo Bastos, que dijo en una ponencia que “el capitalismo funciona porque no es una ideología, sino una tecnología; trata al Hombre como es, sando su naturaleza humana a su favor, no como debería ser…”. Y segundo, al psiquiatra Pablo Malo, con su libro “los peligros de la moralidad”.
El problema que le veo a las socialdemocracias modernas es que se basan en una ilusión de control de la naturaleza humana. Y el problema que le veo a que uno se crea capaz de controlar el comportamiento humano es que nunca se bajará de su cruzada cuando crea tener la verdad. Y ante un juicio moral, siempre habrá distintos puntos de vista. ¿Qué es justo? ¿Qué no lo es? Y sobre todo, ¿Quién lo define? ¿Para quién? ¿Y en qué contexto?
Con la ilusión de un mundo justo aparecen los derechos, y donde hay una necesidad surge un derecho. Es un ideal precioso, pero no responde a cómo funciona el mundo. Lo que es justo y de “sentido común” para uno deja de serlo para el otro. Y en realidad, no hay mayor injusticia que tratar igualmente a los desiguales. Paradójicamente, cuanto más justos nos creemos más injustos nos volvemos. El peligro que le veo a dejarse seducir por las ideas es que terminamos convertidos en verdugos de la moralidad.
La realidad parece decirnos que estamos olvidado gran parte de nuestra historia reciente, o al menos intentándolo. Pienso que vamos de cabeza a la decadencia de los sistemas democráticos actuales, y que algo nuevo está por venir. Pero el tema es complejo y difícil de predecir. Desconozco la solución, pero quizás mientras nos sigamos empeñando en el cómo deberían de ser las cosas a nivel teórico nos seguiremos dando de golpes cuando tratemos de implementarlo a nivel práctico y nos topemos con lo que resultan ser en realidad. Aunque esto parece difícil, porque como siempre: relato vence al dato.
Veo la burbuja a punto de estallar (si no lo está haciendo ya) y desconozco por completo el contexto que nos dejará. ¿Qué nos depara? No tengo la respuesta. Soy demasiado inculto para eso. Prefiero delegar en la historia la tarea de escribir nuestro destino.